La única palabra que puede emplearse ante la última violación de derechos fundamentales del primer ministro húngaro, el ultraderechista, Viktor Orbán, la pronunció rotundamente la presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen: vergüenza. La aprobación de una ley anti LGBTQI, con medidas tan retrógradas como prohibir hablar de homosexualidad en las escuelas, ha hecho saltar todas las alarmas entre los líderes europeos y en las instituciones de Bruselas. La gota que ha colmado el vaso es la enésima vulneración de los principios y valores de la Unión Europea por parte del dirigente magiar. Un personaje detestable, cuyo partido ha sido expulsado del Partido Popular Europeo y del Grupo Popular del Parlamento Europeo y que entre otras muchas lindezas se negó a recibir refugiados sirios que huían de la tragedia de una guerra en su país, ha restringido el acceso a información relativa al gobierno, ha aplicado reglas más estrictas para las Universidades extranjeras, ha violado reiteradamente la libertad de asociación, de conciencia y culto o ha promulgado disposiciones que contemplan penas de cárcel para los individuos o grupos que ayudan a los inmigrantes irregulares.
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