La crisis afgana ha representado el mayor fracaso de Occidente en el escenario internacional en lo que llevamos de siglo XXI. Cierto es que en el territorio asiático nunca gana nadie. Ni lo han hecho las potencias de ocupación en toda su historia, ni los regímenes talibanes, que hasta hoy han sido también incapaces de establecer gobiernos con un mínimo de orden y que suponga a la población afgana los mínimos vitales para salir de la pobreza. En Afganistán siempre pierden los mismos, las afganas y los afganos y tras guerras concatenadas década a década, salvo los intereses armamentísticos y los relacionados con la droga, es difícil cantar victoria. Es uno de esos territorios y, por desgracia, ni mucho menos el único en el mundo, donde reina el drama y la desolación. La Unión Europea pregona internacionalmente que quiere ser el adalid de los derechos humanos y el Estado del Bienestar, un ejemplo a seguir por quienes creen en la democracia y la libertad como sistema de convivencia humana idóneo. Sucesos como los vividos en Afganistán ridiculizan esta intención y nos obliga a un profundo proceso de reflexión sobre el papel europeo en el contexto multilateral protagonizado por la lucha hegemónica entre EE.UU. y China.
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