El próximo domingo 26 de septiembre se celebran elecciones en Alemania. Unos comicios que más allá del incierto resultado que ofrecen los sondeos, suponen el fin de una era en la historia alemana y, por supuesto, en Europa. La canciller, que lo ha sido durante dieciséis años, ha marcado con su impronta el destino europeo en estas dos primeras décadas del siglo XXI. Su figura ha pasado de ser el azote “austericida” de los derrochadores países del Sur, a la defensora de la solidaridad con los refugiados sirios y los Estados más afectados económicamente por la COVID-19. De odiada a amada, lo que es incuestionable es que nada será igual sin ella en los Consejos europeos. Un espacio que a su sucesor o sucesora le costará llenar, sobre todo, si las obligatorias coaliciones de gobierno que deberán formarse, no garantizan la estabilidad política que Merkel ha sido capaz de construir, pese a no haber contado nunca con una mayoría absoluta.
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