Las elecciones celebradas en Alemania dejan un panorama que se está convirtiendo en el paisaje común en los Estados miembros de la UE: el alto fraccionamiento del mapa político parlamentario. Las mayorías absolutas, poco frecuentes de siempre en el continente, brillan por su ausencia y la necesidad de alcanzar acuerdos de gobernabilidad entre fuerzas diversas se ha convertido en un síntoma de normalidad democrática. Era evidente que la salida de la Cancillería de Angela Merkel abriría una nueva era política y que su hiperliderazgo dejaría a su partido la CDU en extrema debilidad. Suceder a quien ha dirigido desde Berlín la política europea se preveía como una misión imposible para el candidato democristiano Armin Laschet, quien finalmente ha cosechado los peores resultados de la historia de su formación. Hasta aquí pocas sorpresas, incluso en el hecho de la victoria exigua de los socialdemócratas por los que hace escasos meses nadie hubiera apostado un euro. Previsiblemente su candidato, Olaf Scholz, será el nuevo jefe de gobierno alemán al frente de una coalición “semáforo”, integrada por el SPD, los Verdes y los Liberales.
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