El ser humano ha cabalgado a través de la historia presumiendo de gloria, o de éxito, o de victoria, y lo ha hecho sobre millones de muertos. Nos asentamos sobre infamia humana, abusos y desmesura escoltados de ambición, algo de literatura épica y desacatos románticos. En el hilo de las cometas que nos llevan a Catay, que atraviesan los siglos, en el tendal de la Historia, penden más flechas que libros, más desazones que esperanzas.
Los muertos en cada batalla, a partir del primero, siempre son demasiados. Las víctimas propenden a crecer de manera exponencial entre estragos, heridas, miseria, pobreza, memorias históricas, monumentos funerarios. Las destrucciones de bienes y culturas colectivos, de proyectos personales han sido inmensas. Los perdedores, los derrotados, tarde o temprano, somos casi todos, lo es la civilización. Entre los teóricos vencedores - en la actualidad los fabricantes de armas, las mafias, los terroristas, los aspirantes a la reconstrucción de los países destrozados y algunos políticos y países antidemocráticos-, nadie asume su incumbencia.
Lo cierto y lo peor es que sabemos que mañana habrá otros cadáveres que tampoco serán de nadie, pero entre ellos estarán nuestros hijos, nuestras madres, nuestros ancianos, nuestros padres.
En todos los tiempos, los escombros que producen las confrontaciones bélicas o de orden similar, son parecidos. Los datos, y solo aporto algunos más o menos objetivos, son terroríficos:
Todo se amplifica si evaluamos a seres inocentes que también padecen, sufren y mueren alejados de los frentes de batalla, en la prolongación de las consecuencias: psicológicas, económicas, culturales; en las divisiones familiares, en la pérdida de amistades y relaciones; en la desaparición de los entornos... Tras cada conflicto, las vidas permanecen sobadas por decenios, desportilladas por los ultrajes, los abatimientos, las distancias; el dolor y el miedo se adueñan de las personas de buena voluntad... Las únicas conquistas se representan en exilios involuntarios, refugiados, familias destrozadas, amarguras y aflicciones... Hay un lado positivo, la solidaridad, la única emergencia saludable entre tanta catástrofe y destrucción.
Toda la trayectoria de la especie que se llama a sí misma racional no ha corregido las imperfecciones, la ansiedad, la crueldad, lo terrible que hay en nosotros como individuos y como sociedad. Siquiera lo mucho bello y maravilloso que hemos aportado puede reconfortarnos de tanta barbarie, de tanta infamia, de tanta maldad. En lo personal es posible que hayamos comprendido la vida y triunfado en sus valores esenciales, colectivamente hemos de reconocer nuestro fracaso.
Cabe emplazar a la Historia para redimirla, pues ella no puede resultar culpable de sí misma, ni de sus interesados reflejos, ni de las memorias tergiversadas. Soportamos pesados vestigios, reliquias que semejan residuos en estercoleros, y también disfrutamos de valiosos indicios de por dónde continuar. No regresemos nunca más a los gulag, ni a los campos de concentración, ni al terror de Ucrania. No, no enterremos la memoria, no permitamos que quemen las bibliotecas de nuevo, utilicemos cuanto sabemos para no repetir tantos errores, tanto terror, como hemos sido capaces de generar hasta ahora. La paz es el único botín aceptable entre tanta experiencia cruel. Entre los escombros de Bucha yacen buena parte de las conquistas de nuestra civilización.
*Este artículo forma parte del proyecto Destino Europa.
Alberto BarcielaPeriodista
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